¡O conmigo, o con nadie! ¡Tu no eres nada! Sin mi…¿dónde irías? !Eres una cualquiera! y otras frases similares no son tan raras de escuchar aún en nuestros días. El problema no es que lo diga un varón, buscando someter a su pareja de un modo enfermizo y destructor. El problema es que he escuchado estas frases a mujeres, a madres que se las decían a sus hijas buscando someterlas anacrónicamente a una realidad que ya no existe.
Los medios, y las campañas institucionales ponen el punto de presión en los hombres a la hora de luchar contra la violencia machista, y es que por desgracia el hombre es el brazo ejecutor de la masacre. Sin embargo no estoy de acuerdo de que este sea un problema de los hombres, sino que creo que es un problema de mujeres. Unas mujeres que permiten que un hombre las grite, que permiten que un día les den una bofetada, que creen que un violento se cura, que creen que es obligación cristiana el soportar a un energúmeno, que creen que no pueden hacer nada, que no son nadie.
No se publican las características de las victimas con la profusión con las que se publican las acciones de los asesinos, y es que si se publicasen nos podríamos ver en ellas todos. No es que no sean útiles, es que muestran una realidad que no nos gusta. Es preferible mostrar al monstruo que prevenir a la víctima. Si un hombre de 50 años mata a su mujer es un asesino machista, pero si un chico de 16 golpea a una chica es un problema de violencia juvenil, de una juventud desquiciada.
No hacemos nada por igualar los sexos, que creo que es la base del antídoto contra la violencia, y si por mostrar que luchamos por la mujer. La última campaña a favor de la igualdad de la mujer (con respecto al hombre) parte de una frase que creo desafortunada: Ninguna mujer será menos que yo. Ningún hombre será más que yo.
Esta frase deja claro un mensaje: la mujer es cuanto menos igual que el hombre y de ahí… “p’arriba”. No es el mensaje, no. Hombres y mujeres somos iguales como personas, y ese es el antídoto contra la violencia. Si somos iguales como personas, no hay machismo, ni feminismo. No hay victoria de un sexo sobre el otro, y ganaremos además la riqueza de nuestros sexos, librándolos de arquetipos y enriqueciendo las relaciones.
El camino es el respeto, y la meta es la igualdad. Las madres han de comprender que no tienen que educar a sus hijas en el sufrimiento, y los padres han de educar a sus hijos en la igualdad. Los padres han de decirle a sus hijas que ningún hombre es superior a ellas, y las madres han de enseñas a sus hijos que las mujeres no son objetos que se poseen.
El problema no es de machismo, este es consecuencia. El problema no es educativo, es de valores. Somos una sociedad hipócrita que cambia formas, pero no fondos, y que cuando se ataca la intolerancia se vuelve atacando al cambio (un ejemplo: la reacción de algunos sectores frente a Educación para la Ciudadania). Valores que hemos de cambiar fomentando la tolerancia frente a la intolerancia, fomentando la denuncia y el desprecio frente al silencio y la resignación. Hemos de luchar por que las mujeres que son maltratadas no se vean afectadas por la duda social de si lo harán por sacar beneficios en las escuelas (madres que denuncian malos tratos para meter a sus hijos en un colegio), divorcios (ventajas en un divorcio), trabajos (mayor protección a las mujeres con riesgo), etc. Hemos de luchar por que los chicos no sean unos machos y las chicas unas fulanas. Hemos de luchar por que al mismo trabajo haya la misma remuneración. Hemos de luchar por cambiar la sociedad y que no nos fijemos en si alguien es mujer u hombre, heterosexual u homosexual, creyente o no creyente, tirio o troyano.
Sólo cuando comprendamos que la igualdad, y por lo tanto no discriminemos de ningún modo, es la meta, realizaremos como sociedad lo que sea necesario para que ningún ciudadano se vea afectado por la violencia machista, homófoba, religiosa, deportiva, troyana…
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