Hace ya veintitantos años que andaba yo estudiando ese bachillerato que nos abría las puertas a la universidad. Estaba en el tercer año de ese bachillerato unificado y polivalente y compartía mesa con un chico delgado y rubio, de ojos azules con el que me complementaba: éramos amigos.
Nuestra amistad nos llevaba a compartir cintas de casete, con los éxitos de Wham!, música pop ochentera y otros placeres musicales que hacen que formes parte de un grupo. No vivíamos en el mismo barrio, pero cogíamos el mismo autobús y eso era casi lo mismo.
Mi amigo tenía (y tiene) una hermana que me hacía tilín, y recuerdo que me planteó uno de mis primeros dilemas éticos: mi amigo o su hermana.
Recuerdo que estuve varios días dándole vueltas al asunto, y que mi amigo se mosqueó por lo perdido que estaba, pero no podía decirle nada. Un verdadero dilema.
La cosa se acabó resolviendo de un modo más o menos natural. Lo que el razonamiento no permite, las hormonas empujan, y acabé lanzándome (más o menos) ante esa chica que tan nervioso me ponía.
Esa misma tarde, le conté a mi amigo que estaba con su hermana, y me sorprendió diciendo que no le importaba. ¡Yo pensando que era una traición, y él me dice que “vale”!
Dos intensos, hormonalmente hablando, días después, mi breve relación con ella terminó. Por todo o por nada, la verdad es que no era una relación que pudiese llegar a nada más que a lo que llegó, por lo que fue bella y plena.
Años más tarde, pasando por su calle recordé aquellos tres días, y unas semanas más tarde llamó a mi puerta como si fuese ayer que nos habíamos visto, como la hermana de mi amigo, al que le tengo perdida la pista, pero que si he de volver a ver, así será.
Hoy he estado chateando con ella un rato, hablando de esto y de aquello, pero no como adolescentes, sino como los adultos que somos, padres de familia y me he sonreído recordando aquellos tres días, veintitantos años después.
1 comentario:
Preciosa entrada, David. ¡Cuantos recuerdos del San Isidro!
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